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sábado, 20 de febrero de 2010

Sinceridad y magnanimidad





 

Sinceridad y magnanimidad
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A finales del siglo XVIII estalló en Francia una terrible revolución, durante la cual la gente de noble estirpe fue duramente perseguida. Un ilustre nacimiento, en aquellos aciagos días, equivalía a un crimen irremisible, y los infelices que no ocultaban con cautela su hidalguía o no abrazaban voluntario destierra, estaban condenados a la pena del cadalso.

Uno de estos, el conde de Buges, tenía un hijo de unos doce años, llamado Alfonso, en cuya alma había procurado infundir, desde muy niño, juntamente con los principios de la fe cristiana, los sentimientos de honor y lealtad que con el culto austero de la verdad y el valor en defenderla y confesarla, aun a costa de los mayores peligros, era el distintivo de su familia y de su noble persona.

Por un concurso de circunstancias desfavorables, el infortunado conde no había podido refugiarse a tiempo en tierra extraña, de modo que, para evitarla muerte, quedábale el único recurso de ocultarse en casa de generosos amigos que no temían poner en peligro su propia libertad para salvarle.

No lo ignoraban sus perseguidores; pero sus esfuerzos y pesquisas no alcanzaban a descubrir el retiro del conde, por lo que imaginaron poner por obra un ardid atroz para dar con el perseguido. Resolvieron, pues, valerse del indefenso hijo de la noble víctima.

Presentáronse un día con este fin en el castillo de Buges los emisarios del tribunal Revolucionario, y no hallando al conde, prendieron a su hijo y lleváronle a la cárcel para que compareciese al día siguiente ante el terrible tribunal.

El niño no opuso resistencia ni manifestó terror alguno, y después de consolar con animosas palabras a las personas de la casa que lloraban su partida, siguió con noble firmeza a los perseguidores de su dispersa familia.

Entrado ya en la cárcel, su primer cuidado fue hincarse de rodillas pidiendo a Dios valor y ánimo, y suplicarle pusiera la verdad en sus labios y protegiese la seguridad de su padre. Después de esta oración experimentó indecible sosiego, y al entregarse al sueño, estando ya muy avanzada la noche, descansó tranquilo y libre de preocupaciones.

Entrado el día, condujéronle ante el tribunal, donde compareció con noble y firme al par que modesta actitud. Todos los ojos estaban fijos en él.

-Muchacho –preguntóle el presidente-, ¿Cómo te llamas?
-Alfonso de Buges.

-¿Qué edad tienes?

-Doce años.

Estas palabras promovieron un murmullo de interés en la asamblea.

-¿Eres hijo del conde que lo fue de Buges? –prosiguió el presidente.

-Como lo dice su señoría.

-Esto es imposible; hay equivocación o embuste – interrumpió uno de los jueces que, conmovido por la corta edad y firme actitud del interrogado, quería salvarle-. ¿Por qué engañarnos, mozuelo? ¿No sabes a lo que te expones?

-No lo ignoro –contestó Alfonso-. Por lo demás, agradezco el interés que me manifestáis, pero soy hijo del conde de Buges, el mismo que me enseñó a aborrecer la mentira y la cobardía; demasiado le debo para no declarar altamente, aun en presencia de este tribunal, que me glorío de ser hijo suyo.

-En tal caso –repuso el presidente- debes saber donde está oculto, y tu deber es revelárnoslo.

-Mi deber –dijo el niño con un tono de indecible dignidad- era decir la verdad, aun con peligro de mí vida. Y ahora, mí deber, el deber de mí conciencia y de mí corazón, es evitar a toda costa hacer traición a mí padre, y por eso os declaro que no me arrancaréis una palabra concerniente a él.

-Pero ¿ignoras acaso que juegas tu cabeza y que podemos mandarte al cadalso en vez de a él?

-Podéis hacer conmigo lo que os plazca- contestó el niño- no temo nada, ya que mí conciencia, gracias a Dios, no ha mentido.

Desde el principio de este interrogatorio había cundido por toda la asamblea un creciente interés en favor del valiente muchacho, y llegaba ya al más vivo cariño, cuando un hombre, vestido pobremente, abriose paso a través del apiñado tropel de espectadores, se adelantó hasta la barandilla y cayó en brazos del niño.
Era su padre, quien, avisado durante la noche de lo que pasaba, no se resolvió a abandonar a su hijo entre las manos de aquellos viles jueces, y, merced al disfraz, había ido a mezclarse entre los oyentes, asistiendo al interrogatorio. A pesar de su infortunio, nunca tal vez experimentara en su vida el conde tan viva felicidad.

-¡Bendito sea Dios! –Exclamó estrechando a Alfonso -¡bendito sea Dios por haberme dado tal hijo! Vengo a entregarme a los que quieren mí muerte; pero me costará menos dejar la vida, ya que veo en ti las virtudes que bastarán en mí ausencia para guiarte por entre los escollos y pruebas de esta mísera tierra.

Tan conmovedora escena hizo prorrumpir en llanto a cuantos no tenían el corazón vacío de todo sentimiento humano. Alzose un sordo rumor y luego u grito de “¡Salvadlos, salvadlos!” Algunos de los mismos jueces, movidos a piedad, lograron de los demás sentencia favorable, de modo que el noble conde y su digno hijo quedaron en libertad entre generales aclamaciones.




Del libro segundo de Lecturas. (No hay nombre de autor, la única referencia es: “Episodios del terror”).









Los "arreglos florales" son del blog de mí amiga Miuíka:
  






 


















3 comentarios:

estrella dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
estrella dijo...

hola juan francisco que lindo relato de honestidad y amor le has traido a la princesa, pase a leer por aki a los amigos, y me fue grato leer tan hermosa historia, un abrazo a la distancia y bendiciones con amor para ti y para la peke yesica, no los olvido viven en mi corazon...luz estrella

Juan Francisco dijo...

Hola amiga Estrella. Sé que la pequeña princesita se va a llevar una alegría, como me la he llevado yo al ver tú comentario. Te deseo lo mejor, amiga Estrella, tanto para tí como para todos los tuyos. Vsítanos de vez en cuando y muchas gracias. Si puedes, pasa por mí blog y llévate el osito que he hecho. Un abrazo con todo mí cariño Estrella.

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