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jueves, 25 de febrero de 2010

La Piedra de Toque





La piedra de toque
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Venciendo el último escrúpulo de su altivez señoril, de su orgullo, de su puntillo, que ella pretendía aun defender, llamándolo dignidad, delicadeza, amor propio… y demás sutiles paliativos de la dura palabra, Genoveva, ahogando su soberbia, se revistió de humildad y se decidió a acudir a su primo Ernesto.Jamás lo había molestado para nada, desde los tiempos ya lejanos en que la adversidad comenzó a cebarse en ella y los suyos, destruyendo toda su familia, royendo los cimientos de su casa, desmoronándola, pulverizándola y aun aventando sus cenizas; que otros ni mejores parecían ser los ocultos designios del hado implacable.
Genoveva, desposada ya con el dolor, llegó a conocer las privaciones, los apuros, las tristes horas de escasez, los angustiosos días de miserias. Viuda, frescas aun las galas de sus desposorios, y con un hijo a quien criar y a quien defender, dedicose a ello: a cumplir sus deberes de madre, con toda su alma, con sus energías todas. Sin descanso. Hasta la fatiga. Hasta el agotamiento… y triunfó.
Cró a su hijo, lo educó, lo instruyó sólidamente, y logró para él una colocación, un puesto de confianza al lado del cajero del Banco de Alania, caballero conocedor de las virtudes y talento del muchacho, quien, junto a él, se haría un hombre de provecho.... Bien cumplía el niño. Honrado y talentoso era. Servicial y humilde, querido de todos….Pero un día nefasto volvió a saludarlo el infortunio, ya, al parecer, cansado de perseguirlo; y extraviada o substraída, perdió el muchacho una suma importante de las cantidades que manejaba..La práctica de la vida, adquirida al lado de su madre, y con el vivo ejemplo de ella siempre a la vista, hiciéronle comprender con claridad lo comprometido y lo gravísimo de la situación creada..-Soy un desventurado, mamá –dijo el niño- pero no un ladrón. Y puesto que no lo soy, es estúpido parecerlo. A quien, como a mí, se le extravía una cantidad que no es suya, o quien, como yo, se la deja robar neciamente, paga y calla. Son exigencias del cargo. Toda disculpa invocada huelga y perjudica… Este es el único medio de conservar inmaculada la honra que, como el cristal de un claro espejo, se mancha con el aliento, con el vaho de la primera palabra de sospecha, del primer acento de duda que brota de unos labios… Tiempo tenemos hasta el sábado, y hoy es miércoles… Busquemos, mamaíta y aceptemos esta nueva prueba a que nos somete el Cielo Genoveva creyó morir. No era grande la cantidad más para ellos, que no podrían reunirla ni aun vendiendo lo poco que encerraban las cuatro paredes de su casa… Tras muchos esfuerzos se llego a una aproximación. Solo faltaban ya cincuenta pesetas… Entonces fue cuando la pobre viuda acudió al primo rico, a quien nunca había molestado para nada… Y cuando el primo rico, Ernesto, recientemente favorecido con un premio de la lotería, recibió la carta petitoria, torció el gesto con desagrado, e injustamente exclamó: -¡Vamos! Esta se lo ha olido ya… No puede uno respirar rodeado de tanto moscón pegajoso. Todos se creen con derecho a pedir, a explotar a uno, a arruinarlo… ¡Es ya mucho cuento este!... Un grito de socorro que no admite espera, ni ante las razones calla, era la carta de la viuda… La honra del muchacho –honra de todos- y con el honor la existencia, pues el empleo del chico era el principal sostén del hijo y de la madre, esperaban su salvación de la pequeña cantidad implorada. Honra y vida quedaban a merecd de su primo. Mucho lo pensó el prócer, tocado ya de la avaricia, que es mal parasitario del dinero. Y tras mil vueltas y revueltas, no atreviéndose, por un resto de pudor, a negar lo pedido, llenó de sandeces, que él creía filosóficas sentencias dignas de Solón o de Licurgo, las cuatro carillas de una carta, y al final de ella, secamente, decía: -“Ahí van las cincuenta pesetas que me pides. Aunque certifico la carta, acúsame recibo para mí tranquilidad… Y la devolución, como indicas”. Sin perder correo, llego el acuse de recibo, rodeado de un ramillete de frases de gratitud de la reconocida viuda.. La devolución del préstamo no se haría esperar. Irían pagando poquito a poquito, lentamente. No permitían sus fuerzas otra cosa, pero con el favor de Dios pagarían y respirarían libres, salvos, quedándoles solo un tesoro de gratitud como recuerdo del terrible apuro pasado. Con aquella carta, y recibida, acaso, en alguna otra expedición, había en la bandeja otra también de la viuda. Ernesto, hondamente preocupado, vaciló antes de abrirla. Quizá su egoísmo hízole pensar en algún nuevo sablazo de su prima, pagadero, en su día con otras cuantas toneladas de gratitud… a palo seco… Torpemente, con indecisión, dijérase que con temor, abrió la carta, y con enorme sorpresa, vio que entre las hojas del plieguecillo se escapaba un flamante billete de diez duros, que cayó a sus pies, pretendiendo, acaso, besárselos agradecido… Saltó Ernesto hacia atrás, rehuyendo el contacto del papelito no menos que si de un alacrán o de una víbora se tratase, y congestionado, leyó la carta. Entre otras cosas, la epístola decía: -“Dios, como tú, ha tenido misericordia de nosotros. El dinero que mí hijo creyó robado y perdido para siempre, ha aparecido. Todo ello ha sido, tal vez, una prueba –algo dura- de la entereza y de la honradez de tú sobrino, de quien, como él de ti, debes mostrarte orgulloso. Digo esto, porque después de descubrirse todo, el chico ha sido ascendido y muy felicitado… Dios y los hombres nos conocen mejor después de probarnos. ¡Dichoso aquel que puede mostrar la bondad de su ley en la severa piedra de toque! Ernesto, pensativo, perplejo, quedose con el plieguecillo entre los dedos. Había palidecido intensamente. Temblaba su mano, y su frente se cubrió de frío sudor. Alzó la cabeza, y vio por azar, reflejada su contraída faz en el espejo de un pueblecillo próximo… Retrocedió espantado de sí mismo, de sus mejillas verdosas, de sus ojeras oscuras, de sus amoratados labios… Creyó desmayarse, pero se resistió al síncope merced a un violentísimo esfuerzo, y desplomándose en una butaca, ocultó el rostro entre las manos y rompió a llorar convulsivamente. -Si- murmuraba. –¡Dios y los hombres nos conocen mejor después de probarnos!... Cuando, pasada la crisis, se rehizo, Ernesto dirigió a Genoveva el siguiente telegrama: -“Recibida carta. Si tu pie no me rechaza por indigno, iré a pedirte perdón”. En el modesto comedor de su casita humilde, Genoveva, radiante de felicidad, ofrece a Ernesto una taza de café. Han comido juntos en compañía del futuro banquero, que se ha restituido a su trabajo, y al quedar solos los dos primos, de sobremesa, bucean en el revuelto mar de sus corazones… Es esta una de las horas solemnes en las que el alma se despoja de sus velos y el corazón se asoma a los labios… La pobre viuda va deshojando la pasionaria de su vida de dolor… Serenamente, resignadamente, los episodios más angustiosos de su existencia son referidos un a uno: luchas, derrotas, privaciones, sonrojos… hasta llegar al último, al más reciente, vivo aun: el de la pérdida del dinero confiado a su hijo. -No me equivoqué –decía Genoveva- al acudir a ti. Ya sabía yo que no me habrías de dejar desamparada, que no me abandonarías… Y eso que… -¿Qué?- suplicó Ernesto con ansiedad. -Nada. Que a pesar tuyo, y no obstante tu buena voluntad hacía mí… tu socorro… no llegó… a tiempo… Siguió cebándose en nosotros la desgracia… Y la viudita, repitiendo una frase de su hijo, pronunciada en ocasión solemne, silabeó estas palabras, que como gotas de plomo derretido atravesaban, candentes el corazón de Ernesto: -“Cuando en ciertas ocasiones pierde uno una cantidad que no es suya, debe callar y pagarla. Es el único medio de conservar inmaculado el honor”. -Hoy -añadió- puedo ya decírtelo, no ayer, cuando la propia verdad podría ser tomada por burda mentira para eximirse del pago de una deuda sagrada… Tu carta, querido primo, llegó a mis manos… sin el billete que anunciabas en ella… Acaso por el camino lo sustrajeron… ¿Hubieras creído tú tal cosa, aunque te lo jurase?... -¡Si, Genoveva, si! –contestó Ernesto, emocionado- Lo que nadie creyera, tendría yo necesariamente que creerlo… Por esto he venido a confesarme, y a que tu alma grande me perdone… Quizá se pierda alguna vez el billete que al correo se confía… Solo tú, con tu grandeza de alma y con la sublime fortaleza de espíritu, has sabido operar el milagro de que llegase a su destino el billete que no se encerró en el sobre… Mí carta llegó sin el… porque yo no lo metí en el pliego…
-¿Olvidado acaso ? -Me olvidé de Dios y me olvidé de mí… y para evadirme, ruin, mentí villano… -¡Jesús! -¡Genoveva!... ¡Perdóname! Publicada en la revista Lecturas en Mayo del año 1926. Autor: Vicente Díez de Tejada.

(He puesto un billete de 50 pesetas para ilustrar la entrada, porque muy pronto no va a quedar ni siquiera el recuerdo de ellos. Y son parte de nuestra historia).

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy preciosa historia, y que por desgracia aun quedan de esa clase de personas, pero también hay muchas Genovevas e hijos de Genovevas, sembrando amor por el mundo.
Un muy cariñoso abrazo, para tí, Jessi y para todos los que ponen estas maravillosas historias, humanas y verdaderas.
Ambar

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